Comer sin remordimientos... ¡Ya era hora! (II)
Néctar de los dioses
Cristóbal Colón no sólo descubrió América. De vuelta a España, en 1502, trajo consigo algunas semillas de cacao que los indígenas utilizaban como moneda de cambio; aunque el almirante ignoró siempre su cotización en cuanto a salud. En la sociedad azteca, por contra, se atribuían al chocolate cualidades místicas (su nombre botánico, Theobroma cacao significa en griego «alimento de los dioses»). Hernán Cortés atestiguó cómo Moctezuma bebía con asiduidad un raro néctar que los aztecas denominaban xocalt (agua amarga), elaborado a base de cacao, maíz triturado, especias y agua. «Esta bebida le hace a uno más fuerte y resistente a la fatiga», relataba el conquistador. Hasta su utilización industrial, el chocolate gozó durante siglos de un cierto halo de alimento exquisito y reconstituyente, que nuestro ecléctico recetario introdujo como condimento en determinadas salsas, como desayuno y merienda, o como acompañante del café en la sobremesa. Su pasta de sublime y fácil fusión acabó, sin embargo, relegando el chocolate a la categoría de golosina con la que alimentar múltiples caprichos. Y acabó generando adicciones tan insidiosas que pronto mereció casi el apelativo de pecado, colmo de vicios «sin virtud alguna», en opinión de algunas voces. La ciencia, sin embargo, acabó jugando a favor de los partidarios del placer y, puestos a indagar en cosas buenas del chocolate, científicos californianos publicaron en 1996 un artículo en The Lancet, en el que se dejaba constancia de que las catequinas (flavonoides) del chocolate superaban a las del té en su acción antioxidante. Los autores no proponían introducir más cacao en la dieta, pero recordaban que «combinar algo de chocolate con una taza de té es sabroso y sano a la vez».
Desmitificación de una culpa
Como por arte de birlibirloque, en los últimos 10 años han proliferado trabajos científicos que podrían parar los pies a los padres o educadores que intenten frenar el consumo de chocolate por parte de los adolescentes. Pues bien, resulta que la grasa saturada de la manteca de cacao, el ácido esteárico, no aumenta el colesterol malo (LDL). Al contrario, parece ayudar al hígado a eliminar el exceso de este lípido de la sangre. Tampoco salen más granos en la cara por abusar del chocolate; aunque una dieta sana mejora siempre el estado de la piel, el acné se debe a una producción excesiva de sebo causada por factores hormonales, y no dietéticos. Con respecto a la migraña, un trabajo publicado en Cephalalgia concluyó recientemente que el chocolate no provocaba los dolores de cabeza del grupo que lo tomó en gran cantidad, comparado con otro que consumió una bebida con sucedáneo (algarrobas). De las caries, es cierto que existen alimentos más cariógenos que otros y que el chocolate, por su contenido en azúcares, se encuentra entre los de mayor peligro. Sin embargo, si éste y otros alimentos cariógenos se consumen con las comidas y antes del cepillado, el riesgo desaparece. Además, el chocolate se disuelve rápidamente y no está mucho tiempo en contacto con el esmalte dental (los caramelos blandos y pegajosos son mucho más dañinos).
A propósito de la adicción al chocolate no existen datos definitivos. Tres son las sustancias del chocolate que pueden incidir en el estado de ánimo (muchos le atribuyen cualidades antidepresivas). Su contenido en cafeína y teobromina lo convierten en un estimulante leve. La feniletilamina produce un efecto placentero a nivel cerebral y la anandamida causa relajación y sensación de bienestar. Estos dos últimos compuestos también están en el hachís, por lo que algunos trabajos sugirieron que el chocolate podría tener efectos adictivos similares a los del cannabis y justificar, de este modo, su apelativo polpular. Sin embargo, se ha demostrado que la concentración de estas sustancias en una tableta es insuficiente para que el chocolate provoque efectos adictivos.
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